«Ignacio fue una personalidad excepcional y de un atractivo singularísimo. Muy pocos podrían comparársele, en nuestro siglo: Lawrence de Arabia, Chaplin, Picasso...», dice Andrés Amorós en la última y mejor biografía de Sánchez Mejías. Y no exagera al afirmar que, de haber nacido norteamericano, habría sido ya objeto de varias películas. A cambio de esa gloria, que ya llegará, tiene la de haber sido uno de los grandes toreros del siglo. Disfrutó de enorme popularidad, del amor de las mujeres, de la admiración de los hombres y del caprichoso afecto de los artistas. Físicamente resulatba devastador: «Es un macho espléndido, una curiosa mezcla de hombría violenta y charme casi femenina; es brusco, quizá un poco duro, pero al mismo tiempo también tierno y fino», escribió Carlos Morla, el amigo de Lorca. Y su última pasión, Marcelle Auclair: «Ignacio no era seductor; era la seducción misma».
Cuando murió, tras una cornada en la plaza de Manzanares, su memoria fue glosada por Miguel Hernández, Rafael Alberti -que hizo el paseíllo en su cuadrilla- y otros grandes poetas, pero el que ganó la partida fue García Lorca, cuyo Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías es quizás su obra más redonda, para muchos la mejor elegía en nuestra lengua desde las Coplas de Jorge Manrique. Lo malo es que ha borrado hasta el recuerdo del torero.
Nació el 6 de junio de 1891, en la sevillanísima Calle de la Palma. Era hijo de un médico acomodado y adusto que se empeñó en que siguiera sus pasos. pero nunca llegó a estudiar Medicina, ni siquiera a terminar el Bachillerato cuando le correspondía. Lo hizo en un solo examen y de todas las asignaturas, cuando ya era mayor. Mientras tanto, en los Escolapios hacía novillos y se iba al Arenal a jugar a los toros con otros críos, entre ellos, José Gómez, llamado a ser unos años después, con el sobrenombre de Joselito, el torero más grande de todos los tiempos y, sin duda, el hombre más influyente en la vida de Ignacio Sánchez.
A los 17 años se embarcó con otro mozalbete como polizón en un barco a Nueva York. Detenidos en la aduana, la policía los tomó por anarquistas dinamiteros, pero su hermano Aurelio, que vivía en México, consiguió rescatarlos. Ignacio comenzó a trabajar en Veracruz, pero se acordaba de cuando jugaba al toro en el Arenal, junto a la Torre del Oro, y se estrenó como banderillero, en Morelia, en 1910. Se presentó en Madrid en septiembre de 1913, y el 21 de junio del año siguiente en su Sevilla. Al entrar a matar recibió una cornada terrofírica, que le partió la femoral. Si no murió fue por su juventud y su excepcional fortaleza física, pero el percance y sus secuelas lo alejaron por unos años de llegar a ser matador de toros.
Siguió como banderillero superior por los adentros. Lo fue de Belmonte, de Rafael El Gallo y, por fin, del menor, y sin embargo mayor, de los Gallos, su amigo de la infancia Joselito, con el que había emparentado en 1915 al casarse con Lola Gómez Ortega. En los tres años siguientes se consagró en la cuadrilla de Joselito como el primer banderillero español, con permiso de su cuñado, excepcional también con los garapullos. Es un lugar común que la técnica de Joselito como lidiador es la más perfecta que se ha conocido. Y en esa escuela se formó, como matador, Ignacio Sánchez Mejías
En 1919 tomó la alternativa en Barcelona de manos de Joselito y con Belmonte de testigo. La confirmó en Madrid al año siguiente, en abril, ya bajo los signos de su carrera toda: muy técnico, muy valiente, muy popular, con fama de antipático o favorecido por su cuñado y capaz de entusiasmar a cualquier público con su valor y su arrogancia. Contrató para 1920 más de un centenar de corridas y sólo dos cornadas le impidieron alcanzarlas. Pero antes le esperaba Talavera. El 16 de mayo alternaba allí con Joselito cuando el toro Bailaor le pegó a su cuñado un cornalón imprevisto. Mientras lo llevaban a la enfermería, Ignacio mató al toro. Al terminar la lidia, cuando entró a ver al herido, era ya cadáver. Lo veló esa noche y lo lloró siempre. La fotografía de Ignacio abrumado por el dolor, sosteniendo con una mano abierta la cara mientras con la otra acaricia la cabeza de Joselito yacente, tranquilo ya en su gloria, es quizás la más emocionante de la historia de la Tauromaquia.
Algo así como el recuerdo de José buscó enncontró entonces Ignacio en la novia del torero muerto, Encarnación López, La Argentinita. Era una mujer inteligente, atractiva, folclorista excepcional y gran bailarina, como su hermana Pilar. Aunque Ignacio tuvo amores abundantes, tempestuosos y anecdóticos, como aquél de México en que un marido lo pilló en la cama con su legítima y salió a tiro limpio de la casa, sólo por Encarnación llegó a abandonar a Lola: la hermana por la novia. En 1925 su relación se hizo oficial, pero ya duraba tiempo. Los dos eran famosos, ricos, inteligentes, guapos y, encima, se querían. Como no había divorcio pero sí dos hijos y él los adoraba, se instaló en una alcoba aparte en su finca de Pino Montano y siguió haciendo vida familiar. En Madrid tenía habitación en el Palace, aunque vivía en casa de La Argentinita. Por ella se hizo muy amigo de García Lorca, que le había musicado Los cuatro muleros y otras piezas populares. Por ella conoció a grandes músicos como Falla, y trató a los amigos de Lorca: Guillén, Alberti, Bergamín, Dámaso Alonso, Gerardo Diego... En 1923 no toreó. En 1924, tras recobrar su cartel, se enfrentó a los empresarios taurinos, que llegaron a un acuerdo para no pagar a ninguna figura más de 7.000 pesetas. Ignacio defendía el libre mercado, la ley de la oferta y la demanda, con la vida de por medio. En represalia, lo quitaron de la Feria de Sevilla en 1925. Pero él, de acuerdo con el matador, se tiró como espontáneo, impecablemente vestido, y le puso tres pares excepcionales a un Santa Coloma. El público lo aclamó pero los empresarios azuzaron contra él a los críticos venales, que eran casi todos.
Ignacio se convirtió entonces en crítico de sus propias faenas en La Unión. Aguantó en esa guerra de nervios y de imagen, pero tras varias cogidas graves se cansó y se marchó de los ruedos en 1927. Ese año pagó el viaje a Sevilla y reunió luego en su finca a los jóvenes poetas que querían rendir homenaje a Góngora en su tricentenario. Ahí nació la famosa Generación del 27, en cuya foto más conocida aparece Ignacio con el sempiterno sombrero ladeado, elegante, sonriendo.
Escribió varias obras de teatro: Sinrarzón, de corte psicoanalítico, que estrenó María Guerrero con gran éxito de crítica y se tradujo a varios idiomas; Zaya, taurina, metafísica y autobiográfica; Ni más ni menos, farsa poética muy 27; Soledad, un esbozo, y Las calles de Cádiz, gran musical para La Argentinita, con golfillos de La Isla y que incluía las canciones populares de Lorca. También dio una conferencia sobre tauromaquia en la Universidad de Columbia (Nueva York), fue actor de cine, jugador de polo, automovilista, novelista, poeta, amigo del general Sanjurgo, promotor fallido de un aeropuerto en Sevilla, presidente del Real Betis Balompié, de la Cruz Roja... El no va más.
Pero en 1934 volvió a los toros. Antes había tenido un tórrido romance con la hispanista francesa Marcelle Auclair, a la que conoció en casa de Jorge Guillén. El flechazo fue tan claro que Lorca quiso llevársela, porque estaba convencido de que La Argentinita los iba a matar a los dos. Ignacio la siguió a París, se topó con el marido, ella se asustó y no llegó a comprometerse. Volvió al año siguiente, a tiempo para verlo torear y triunfar en Santander. La historia no continúo porque a Ignacio le esperaba ya su destino, seguramente el que buscaba. Domingo Ortega tuvo un accidente de coche y su apoderado, Dominguín, le pidió que lo sustituyera en Manzanares, el 11 de agosto. Le venía muy mal, pero como los toros eran grandes no quiso que pareciese que los huía. Se quedó sin coche, sin hotel, sin cuadrilla. Por primera vez en su vida acudió al sorteo y sacó él mismo las dos papeletas con los números de los toros de Ayala que le correspondían. El primero, número 16, Granadino, manso, astifino y badanudo, lo cogió junto al estribo. El se agarró a los cuernos y llegó hasta los medios con el asta dentro, dirigiendo el quite de Alfredito Corrochano. No quiso que lo operaran en la mísera enfermería y pidió volver a Madrid, pero la ambulancia tardó varias horas y el viaje fue muy malo. A los dos días se declaró la gangrena. Murió, sufriendo y delirando, en la mañana del 13.
Esa misma tarde empezó Lorca a escribir el Llanto, que hoy suele leerse como premonición de su propia muerte trágica, dos años después. Pero no, no era él. Ignacio Sánchez Mejías bien merece, acaso como nadie en este siglo, esos versos mágicos: «Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura...».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por añadir cordura a las quijotadas.